Podemos considerar que muchos jóvenes urbanos españoles se inician en el vino en sus familias y antes de la mayoría de edad. Después, digamos, cuando pasan la adolescencia y salen al mundo (trabajo, universidad, etc) y construyen las relaciones de amistad y grupales, se alejan del vino y entran al consumo masivo de otras bebidas (fundamentalmente refrescos, cervezas, agua envasada, etc.). Posteriormente, y situados ya en la segunda juventud (en torno a los 30 años), se incorporan lentamente al consumo de vino en coincidencia con lo adulto, las relaciones de pareja, la responsabilidad y el desarrollo profesional.
El vino aparece cercano a atributos como; “para mayores”, “nada que ver conmigo”, “para celebraciones”, “para entendidos”. Se encuentra en un espacio próximo al cava y configurado, además, por factores como “para quedar bien”, “elitista” y “producto caro”. Bien es cierto que estas dos últimas dimensiones se perciben como más propias del cava que del vino en general.
El vino refleja un posicionamiento alejado de lo joven y lo moderno. Y sigue sin estar de moda. No es una bebida con la que se identifique la juventud urbana española. Esta juventud pone al vino del lado de lo adulto y del saber. Es como que se necesita un proceso de iniciación a su consumo. Una visión de respeto que les distancia del producto. En definitiva, siguen proyectando una visión muy similar a la que ya expusimos en 2005, por la que se explicaba el escaso consumo de vino entre los jóvenes. Este lugar de respeto otorgado al vino es, obviamente, muy distinto a la posición vinculada con la función de “ponerse a tono”, con la función “estimulante” que se asocia con las bebidas espirituosas o alcoholes de alta graduación.
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