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Alexandre Schmitt, perfumista de fama mundial, adaptó sus conocimientos al mundo del vino y se ha convertido en asesor y ‘profesor’ de algunos de los enólogos más prestigiosos del mundo. Esta semana recaló en La Rioja gracias a la Fundación de la Cultura del Vino.

«En los últimos quince años Alexandre me ha iluminado con su conocimiento del mundo de la olfacción. Al principio tomé conciencia del descubrimiento de lo invisible y luego aprendí a desarrollar mi sentido del olfato para mejorar mi disfrute de la vida diaria». Son palabras de Jean Claude Berruet, mítico enólogo de Petrus con las que pone de relieve las infravaloración del olfato en la profesión y en la vida misma.

Alexandre Schmitt estructura los aromas del vino en cuatro grandes grupos: familias de las maderas (resinas, balsámicas, animales, cueros y ahumados, empireumáticas -tostados de madera con cafés y avellanas-…); de las plantas (especias, aromáticas, anís, refrescantes -mental, eucalipto y alcanfor-, familia verde, hongos, azufre…); de las frutas (cítricas, naranjo, frutos rojos, amarillos, negros, verdes, exóticos….); y de las flores (frescas, blancas, marchitas, especiadas…).

La primera labor del catador -profesional o aficionado- es aprender a llamar las cosas por su nombre: ¿Qué significa los términos balsámico o empireumático?, por ejemplo. Al describir las facetas aromáticas de maderas, plantas, especias o frutos se aprende a fijarlos en la memoria.

La segunda, es catar, disfrutar y relativizar. Hay moléculas que son responsables por sí mismas de olores francos y netos en el bouquet de un vino, por lo que es fácil memorizarlas. Pero, al mismo tiempo, una variación ínfima en la composición de estos conglomerados moleculares y el aroma que se desprende de la copa de vino revela nuevos matices. Es la magia y la complejidad del vino, capaz de encerrar decenas, centenas de aromas de casis (grosellero negro) o de frambuesa diferentes.

 

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